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El bachiller Mendarias

El bachiller Mendarias

Leyendas amorosas  Más información

La noche de San Juan y el bachiller Mendarias


UBICACIÓN DEL RELATO flecha Soria

≈ Por SANTIAGO ARAMBILET

 

La verbena de San Juan era la más popular de las fiestas entre sorianos, preludio de la suntuosa de Las Calderas, ambientadas de regocijada alegría tanto de jóvenés como de entusiastas ancianos.

Doncellas casaderas, desveladas, consultaban confiadas, aquella noche, al Santo Evangelista sobre sus amores, sumergiendo el pie izquierdo en un lebrillo de agua bendita.

Por el año de 1388, en la noche de San Juan, del mes de junio, tuvo importante papel un desventurado e ilustre personaje de sangre Real. Se trataba del Infante de Castilla, Don Juan, hijo natural del Rey Don Pedro I, nacido hacia 1354, cerca de Sevilla, y fallecido en el Castillo de Soria, prisionero de amor, por el año de 1405.

Y aquí surge la extraña y triste leyenda de los amores y casamiento entre este Infante y Doña Elvira de Heril de Falces, hija del noble caballero Don Beltrán, alcaide del castillo de Soria.

El joven Infante, protagonista de la leyenda era el llamado a la sucesión al trono de su padre Don Pedro, a falta de las dos hijas de Doña María de Padilla, «dueña muy buena e de buen seso», de quien el Rey estuvo ciegamente enamorado.

Don Pedro encargó secretamente la crianza de su hijo Don Juan a un hombre, «honrado menestral, llamado Lope Arias», cuya mujer había dado a luz, por el mismo tiempo, un niño que se llamó Mendo, entregando al menestral de Soria cuantioso caudal, fiado de su lealtad para atender a sus gastos.

Pero más adelante, aquel Lope Arias, que por honrado y leal escogiera el Rey para tan secreto y delicado encargo, no pudo resistir la tentación de convertir la sangre de su sangre plebeya y rústica, en sangre Real y privilegiada, así pues atraído por el deseo de mejorar la condición de su hijo Mendo, cambió las señas y ropas de ambas criaturas, por donde el Infante Don Juan, verdadero hijo del rey Don Pedro, descendió a pasar por hijo de Lope Arias, y Mendo subió a la condición de egregio y bastardo vástago.

Se dice que a primeros de marzo de 1369 Don Pedro, camino de Montiel, redactó un escrito en el que decía: «afuer de caballero declaro haber cognoscido a una doncella, sin decille mi nombre, e porque la dicha dama que agora va a ser casada en Soria... si algún día quisiese cognoscer el fijo que ella puso en el mío poder para que fuese criado, digo que a una legua de la mi cibdad de Sevilla, puse en su cuello, por mi mano, un día de San Juan, una joya de oro de preciado valor, con una cifra por dentro en un relicario. Este relicario y carta habrá conmigo en señal de su nascimiento el Infante, fijo mío e de la dicha dueña, de quien me fice llamar Don Alfonso, como mi padre ... ».

Por otra parte, el tal Lope Arias, atormentado en su conciencia y cercano a la muerte hizo por escrito una declaración: «Seyendo cercano de mi finamiento, yo Lope Arias, cognoscido por Aniceto Barragán, declaro ... cómo he tomado para mí (que no debiera) el cabdal que me dio el rey por la crianza de un su hijo e atraido por el deseo de mejorar al que hove yo de la mía defunta, cambié ropas e señas a dambas creaturas, e por ende el niño que llevaba un papel en que debía haberse baptizado con el nombre de Don Juan, es mi fijo legítimo Mendo, y el que decía llamarse Mendarias es el verdadero don Juan, fijo del rey Don Pedro.

El motín de Soria

Apurado se vio el Rey Don Juan I de Castilla para dar cumplimiento al tratado de paz celebrado en Troncoso (Portugal), con el Duque de Lancáster, que alegaba el derecho a la corona de Castilla por su matrimonio con Doña Constanza, hija del Rey Don Pedro I.

Por la cláusula tercera se obligaba a pagar el rey Don Juan al Duque de Lancáster y a la Duquesa, 600.000 francos y más cantidades, y para liquidar este compromiso convocó Cortes en Briviesca, pidiendo un servicio extraordinario, conocido por servicio de las Doblas.

El tesoro estaba exhausto y hubo que exigirlo por la fuerza, y ello dio lugar en Soria a un gran motín que degeneró en alzamiento.

El Alcaide del Castillo, don Beltrán de Heril, caballero Aragonés, con decisión y brío se preparó para la defensa de la fortaleza y resistir a los amotinados. Los judíos del Aljama simpatizaban con los rebeldes; los presos del Castillo lograron salir de su encierro y unidos con los de fuera, nombraron por su caudillo al Infante Don Juan (ignorando que fuese apócrifo) y el cual por su mismo infortunio había atraído la simpatía de los Sorianos.

En estas circunstancias es cuando tiene lugar el suceso culminante de los amores de Doña Elvira de Heril, hija del Alcaide Don Beltrán con el verdadero Infante Don Juan de Castilla.

El supuesto hijo del menestral Lope Arias, Mendarias, se hallaba en la más extrema pobreza y era, a la sazón, como Bachiller por Salamanca, preceptor de Doña Elvira y de otras doncellas de la nobleza de Soria, por cuya dedicación se ayudaba a sufragar los gastos necesarios para recibir órdenes sagradas, y poder cantar misa, redimiéndose así de la triste condición que le había tocado, por su humilde nacimiento.

Su vasta cultura, su escogido trato, y su delicada distinción tenía cautivado y suspenso el corazón de Doña Elvira y el pobre Bachiller Mendo no estaba menos impresionado de la belleza, afabilidad y sencilla modestia de la hermosa hija del Alcaide. Los dos jóvenes tenían sus luchas internas y vacilaciones en su corazón.

Llegó la víspera del día de San Juan del año de 1388 y se ventilaba en la corte la ratificación del tratado de Troncoso y su cumplimiento, urgido en las Cortes de Briviesca.

Los sorianos andaban mal contentos con el empréstito reclamado por el rey don Juan y, al serles forzosamente exigido el tributo, estalló el motín formidable la noche de San Juan.

AQUELLA NOCHE DE SAN JUAN. AÑo 1388

Había entonces la pía costumbre de consultar las doncellas al bendito San Juan respecto al objeto de sus amores, y vestidas de blanco, con el cabello suelto, ante la imagen del Santo, y descalzo el pie izquierdo, al dar las doce de la noche lo sumergían en un lebrillo de agua bendita, permaneciendo de tal guisa hasta que hería sus castos oídos el primer nombre de varón, que según la piadosa tradición, había de ser indefectiblemente, el galán que había de conducirlas al altar, ceremonia que completaban las rondallas; pasando por bajo de las ventanas de las virginales doncellas cantando una copla cuyo final era el presunto nombre de su amado.

Doña Elvira de Heril, aconsejada por una de sus doncellas y decidida a entrar en un monasterio, si, como era casi seguro, no hería sus oídos el nombre del elegido por ella de su corazón, practicó llena de fe la piadosa ceremonia, y se quedó aterrada al sentir el barullo de los amotinados, que invadiendo el Castillo trataban de arrollar al Alcaide su padre, dando gritos desaforados y vivas a Don Juan de Castilla.

Entendiendo que esos vivas eran al rey Don Juan I, la desventurada Doña Elvira dando por cierto que la devoción del santo era que renunciase a Mendo y por consiguiente tomase el hábito de monja, supuesto que aun aparte de tratarse del rey, se hallaba éste casado, y era totalmente imposible que Don Juan de Castilla, primer nombre de varón, que hirió sus oídos, la llevase al altar, se acongojó toda, desplomándose exánime, y volviendo en sí, pasado un buen rato, en los brazos de su preceptor el bachiller Mendo, que la recogió en el suelo, por ser el primero, que penetró en la estancia, mientras el infante Don Juan, puesto en libertad por los amotinados, se disponía a servirles de Caudillo.

LIBERTAD POR AMOR

Providencial fue, que en tan críticos instantes, la desventurada dama, casada en Soria y que guardaba, con el natural afán, el secreto de su deshonra, de haber llevado en su seno el fruto de los amores del difunto rey Don Pedro, supiese el horrible cambio efectuado por el codicioso Lope Arias, y advertida de que el bachiller Mendo, su verdadero hijo, estaba a la sazón en el Castillo, allá se fue desolada, sin reparar en los peligros, que podía correr, a causa del motín; y jadeante, temblorosa, magnífica, sacrificando heroica y sin piedad su honor, echóse en brazos del bachiller, mostrándole la declaración escrita del ya difunto menestral, por donde, a un tiempo mismo, Mendo, con la emoción consiguiente al ver trasformado de súbito su situación, tuvo que sostener a su madre y a su discípula, al par que ésta, súbitamente también, herida en lo más íntimo por el rayo de luz vivísima que semejante revelación irradiaba, se arrodilló sollozando de gratitud y alegría ante la bendita imagen del Santo Evangelista, en acción de gracias por haberle puesto tan cerca del verdadero Don Juan de Castilla, que su corazón tenía cautivo.

Escena sublime, patética y tierna, merecedora de ser descrita y esculpida por expertos y hábiles genios, y no por tan desautorizada pluma, como la del que torpemente brotan estas mal pergeñadas líneas, fue la de aquellos tres seres, que tan encontradas emociones experimentaban, y que, interrumpida por la invasora del motín, que hasta allí llevó sus furiosos bramidos, fue la ocasión y el motivo para que cesaran tantas angustias, si bien que para engendrar otras nuevas, pues el prisionero infante apócrifo, recobró su libertad, pero perdió su rango y caudillaje; Doña Elvira encontró marido pero con felicidades amargas, como son todas las que se generan en el cautiverio; Mendo subió a la altura que por su nacimiento le correspondía, pero perdió su libertad a cambio del amor, por su antigua discípula y finalmente, la ilustre dama que llevó en sus entrañas al hijo del rey, sacrificó su honor y publicó el secreto de su vida en aras del más intenso y acendrado cariño maternal.

Estupefacto Don Beltrán de Heril, con aquel cambio, no sabía qué partido adoptar, y despachó un correo para informar al rey de las maravillosas nuevas; al propio tiempo que, informados los amotinados sorianos de la transformación ocurrida en Mendo, a quien mucho y bien querían, le confirmaron por su caudillo pidiéndole consejo para salir del apurado trance en que se encontraban, temerosos de las iras del rey que iba ya sobre Soria con numerosas fuerzas.

Mendo, o sea el verdadero infante Don Juan, aceptó con gratitud la distinción y el homenaje de que los sorianos le hacían objeto, y deseando congraciarse con su nuevo primo el rey Don Juan I, empleó todo su ascendiente con los amotinados para llegar a una transación decorosa entre la ciudad y el monarca, que consistía en ofrecerse a entregar Soria el tercio de lo que se la exigía en el empréstito para pagar al Duque de Lancáster, su renuncia a los derechos a la corona.

Acogida con júbilo su proposición por los sorianos envió pliegos al rey notificándoselo; y pidiéndole merced y licencia para casarse con Doña Elvira de cuyo padre ya tenía el beneplácito; y deshecho el motín por espontáneo impulso, y conjurados todos los conflictos, de allí a pocos días vinieron nuevas de cómo el mismo rey en persona era llegado a Soria «con la espada desenvainada» proclamando la paz y perdonando a los revoltosos.

Pero no hay felicidad completa en este mundo y estaba dispuesto sin duda que no la tuviesen completa, Doña Elvira y Don Juan, pues comprendiendo el rey la grave complicación que se le venía encima, con el casamiento de su primo y tocayo Don Juan de Castilla, antes Mendo Arias, precisamente en los momentos en que daba cima a las pretensiones de su tío el Duque de Lancáster, afirmando sobre sus sienes la corona de Castilla, no quiso verlo, y le mandó un propio con un pliego de paz en el que le decía, que obligado por el tratado de Troncoso, ratificado en Bayona, a procurar el sosiego de sus pueblos, su regia bondad tenía una sola limitación, y era, que usando de la facultad que por la cláusula séptima de dicho tratado le correspondía, de disponer durante un plazo de dos años de las personas de sus primos los hijos del rey Don Pedro, que bajo su poder estaban le otorgaría amplia y completa libertad con la condición expresa de que antes de los dichos dos años, empezados a contar desde que se ratificó el tratado de Troncoso, había de recibir las sagradas órdenes y cantar misa, de lo contrario le condenaba a perpetua prisión en el Castillo de Soria, en cuyo caso podría, casarse con la hija del Alcaide y vivir en la prisión con ella.

Dura era la condición, y el ánimo se resiste a creer semejante rasgo de crueldad, en un rey tan magnánimo y bondadoso como fue Don Juan I, pero tales eran las exigencias de los tiempos, que ante la suprema necesidad de afianzarse en el trono, no vaciló en sacrificar aquella inocente víctima, que contra toda voluntad y deseo constituía un grave estorbo para la paz del reino.

La animosa Doña Elvira de Heril no quería ser tan costosa, ni comprar su dicha, a tan alto precio, y jurando amor y gratitud eterna al elegido de su corazón le instó para que siguiendo su prístina vocación abrazase la carrera eclesiástica, donde tan ancho campo y brillante porvenir, por su alta alcurnia se le presentaba, recobrando su rango y libertad aunque renunciase a su amor, pero el antiguo Mendo, en un sublime rasgo de hidalga nobleza y de insigne caballerosidad, demostrando que no en balde corría por sus venas ilustre y generosa sangre de reyes exlarnó:

«Al cetro de todos los imperios prefiero yo la prisión perpetua con mi esposa y con mi madre, que más suave es el cautiverio con tan dulces prendas de mi corazón que todas las grandezas y todos los tronos del mundo; y pues la voluntad de Dios, evidentemente manifiesta por intermedio del bendito San Juan, ha sido, cuando Elvira le consultó, que Don Juan de Castilla, la conduzca al altar, cúmplase la voluntad del rey del cielo juntamente con la del rey de la tierra, casándome con Doña Elvira para obedecer al primero y viviendo en perpetua prisión con ella, en este castillo para acatar la decisión del segundo.»

Y así fue, con regocijado gusto de todos, pues no finó aquel mes de junio, que ya iba tan vencido sin que el verdadero infante Don Juan de Castilla, hijo natural del rey Don Pedro I de Castilla, quedase para siempre unido, ante los altares, con los sagrados vínculos del matrimonio, a Doña Elvira de Heril de Falces, hija del alcaide de Soria, don Beltrán de Heril, caballero aragonés, quien había obtenido aquel cargo por nombramiento del caballero francés Don Beltrán Claquin, a quien otros llamaban Dugüesclín, el amigo y consejero áulico de don Enrique de Trastámara.

Tal fue, a grandes rasgos referido, el acontecimiento histórico ocurrido en Soria la noche de San Juan del año de 1388, y acerca del cual, los historiadores y cronistas de la provincia nada dicen, limitándose a consignar la existencia de los personajes que en él intervinieron y que está comprobada en epitafios y referencias testimoniadas.

 

Más información


  • Esta apasionante y sugestiva leyenda, que tiene más de historia y de intriga, que de leyenda, fue publicada, in extenso, por su autor don Santiago Arambilet, en folletón de El Noticiero de Soria, año 1898, con el título de «La Noche de San Juan».
  • Los cuatro primeros capítulos son ciertamente históricos: «El Cautivo misterioso», «Soria Regia», «Sangre plebeya por sangre Real», «El Motín de Soria».
  • Damos íntegro, solamente, el capítulo V: «Libertad por amor», que es donde se desarrolla la leyenda.
  • El culto catedrático Don Pelayo Artigas. en su artículo: Aportaciones al estudio de las fortificaciones de Soria, dio a luz interesantes datos y copia de inscripciones, epitafios y un testamento sobre este hecho histórico.
  • El eximio dramaturgo Don Juan Eugenio Hartzenbusch, en estilo correcto, sencillo y castizo, trató este tema de la leyenda soriana, en su obra El Bachiller Mendarias o los tres huérfanos. Drama anecdótico en cuatro actos. Madrid, 1842. La escena se desarrolla en Soria por los días de San Juan. Los actos primero y segundo pasan en la ciudad; el tercero y cuarto en el castillo, extramuros. Está fijada en el año de 1388. Figuran siete personajes. Sorianos, presos, criados y soldados.

  •  • Recopilado y anotado por Florentino Zamora Lucas, Correspondiente de la Real Academia de la Historia.
  •  • El nombre de los pueblos concuerda con el que era utilizado en la época del texto.

 


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